Comentario
Carlos Vara, autor de este texto, reconstruye la batalla de las Navas de Tolosa, la lid campal más importante de toda la Reconquista. Se trata, también, del acontecimiento crucial del medievo hispano, porque el triunfo de las huestes cristianas, el 16 de julio del año 1212, cambió el signo de la contienda iniciada en Covadonga, aunque aún se prolongaría casi tres siglos hasta la toma de Granada por los Reyes Católicos, en 1492.
Y fue, además, una auténtica cruzada y como tal, una empresa colectiva que unió a naciones y reinos, por encima de sus divisiones y luchas feudales. A principios de 1210, el papa Inocencio III ordenó al arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada que presionara al Rey de Castilla para que reanudase la lucha contra el Islam, de la misma forma que se proponía hacerlo Pedro II, rey de Aragón.
En esta batalla se enfrentaron las tropas de Castilla, de Aragón y de Navarra, al potente ejército musulmán, compuesto por tropas almohades, beréberes e hispano-musulmanas de al-Andalus, además de un cuerpo de arqueros kurdos, enviados por el califato de Bagdad al monarca almohade.
Para entonces, la situación en la Península Ibérica era la siguiente: el Norte, hasta la línea del Tajo, se dividía en cuatro reinos cristianos, León, Castilla, Navarra y Aragón-Cataluña. El Sur y Levante formaban parte del extenso Imperio Almohade, que no sólo comprendía al-Andalus, sino también Marruecos, Mauritania, Túnez y Argel. La actual Castilla-La Mancha era en buena parte una extensa frontera, prácticamente despoblada y jalonada por una serie de castillos defensivos, a la sazón en poder de los musulmanes.
El rey de Castilla Alfonso VIII había sufrido, unos años antes (1195), una grave derrota en Alarcos y, por si esto fuera poco, el único baluarte cristiano al sur del Tajo, el castillo de Salvatierra, que había sido la segunda sede de los Caballeros de Calatrava, cayó tras una heroica resistencia en poder de al-Nasir, cuarto califa almohade, en el año 1211.
En aquella delicada situación, Fernando, infante de Castilla y heredero de la corona, solicitó al Papa Inocencio III, que concediera la categoría de Cruzada a la expedición bélica convocada para el año siguiente, en la octava de Pentecostés, que debía concentrarse en la ciudad de Toledo.
Alfonso VIII ordenó a Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, canciller del reino y primado de España, que predicara dicha Cruzada. Y lo hizo, con gran éxito, aparte de ocuparse directamente de la complicada logística de la operación: mover un ejército de más de diez mil hombres durante un mes por La Mancha, despoblada y seca, en pleno verano.
Pese al llamamiento de la Cruzada, no todos los reinos cristianos acudieron. Alfonso IX de León, primo y vasallo del rey de Castilla, se negó a prestar su ayuda y aprovechó la salida de las tropas castellanas hacia el sur para invadir la Tierra de Campos. Sancho el Fuerte de Navarra, también primo del rey castellano, tampoco quiso colaborar, pues era amigo de al-Nasir, que le había proporcionado grandes sumas de dinero. Todo lo contrario que Pedro II de Aragón -Pedro I de Cataluña-, quien, desde el primer momento, fue incondicional colaborador de Alfonso VIII y, junto a él, todos los grandes magnates de su reino.
A la concentración de Toledo llegaron además numerosos cruzados de toda Europa, especialmente del Mediodía francés, pero también de Alemania e Inglaterra. Son los llamados ultramontanos en la Crónica del Arzobispo.